EL ESCEPTICISMO

Extrema se tangunt. Los extremos se tocan. Esta afirmación es también válida en el terreno epistemológico. El dogmatismo se convierte muchas veces en su contrario, en el escepticismo (de GXHTrreovcti = cavilar, examinar). Mientras aquél considera la posibilidad de un contacto entre el sujeto y el objeto, como algo comprensible de suyo, éste la niega. Según el escepticismo, el sujeto no puede aprehender el objeto. El conocimiento, en el sentido de una aprehensión real del objeto, es imposible según él. Por eso no debemos pronunciar ningún juicio, sino abstenernos totalmente de juzgar.

Mientras el dogmatismo desconoce en cierto modo el sujeto, el escepticismo no ve el objeto. Su vista se fija tan exclusivamente en el sujeto, en la función del conocimiento, que ignora por completo la significación del objeto. Su atención se dirige íntegramente a los factores subjetivos del conocimiento humano. Observa cómo todo conocimiento está influido por la índole del sujeto y de sus órganos de conocimiento, así como por circunstancias exteriores (medio, círculo cultural). De este modo escapa a su vista el objeto, que es, sin embargo, tan necesario para que tenga lugar el conocimiento, puesto que éste representa una relación entre un sujeto y un objeto.

El escepticismo medio o académico, cuyos principales representantes son Arcesilao (t 241) y Carneades (t 129), no es tan radical como este escepticismo antiguo o pirrónico. Según el escepticismo académico es imposible un saber riguroso. No tenemos nunca la certeza de que nuestros juicios concuerden con la realidad. Nunca podemos decir, pues, que esta o aquella proposición sea verdadera; pero sí podemos afirmar que parece ser verdadera, que es probable. No hay, por tanto, certeza rigurosa sino sólo probabilidad. Este escepticismo medio se distingue del antiguo justamente porque sostiene la posibilidad de llegara una opinión probable.

El escepticismo posterior, cuyos principales representantes son Enesidemo (siglo I a. de J.C.) y Sexto Empírico (siglo II d. de J.C), marcha de nuevo por las vías del escepticismo pirrónico.
También en la filosofía moderna encontramos el escepticismo. Pero el escepticismo que hallamos aquí no es, la más de las veces, radical y absoluto, sin un escepticismo especial. En el filósofo francés Montaigne (t 1592) se nos presenta, ante todo, un escepticismo ético; en David Hume, un escepticismo metafísico. Tampoco en Bayle podemos hablar apenas de escepticismo, en el sentido de Pirrón, sino, a lo sumo, en el sentido del escepticismo medio. En Descartes, que proclama el derecho de la duda metódica, no existe un escepticismo de principio, sino justamente un escepticismo metódico.

El escepticismo general o absoluto es, según esto, una posición íntimamente imposible. No se puede afirmar lo mismo del escepticismo especial. El escepticismo metafísico, que niega la posibilidad del conocimiento de lo suprasensible, puede ser falso, pero no encierra ninguna íntima contradicción. Lo mismo pasa con el escepticismo ético y religioso. Pero quizá no sea lícito incluir esta posición en el concepto del escepticismo. Por escepticismo entendemos, en primer término, efectivamente, el escepticismo general y de principio. Tenemos, además, otras denominaciones para las posiciones citadas. El escepticismo metafísico es llamado habitualmente positivismo. Según esta posición, que se remonta a Auguste Comte (1798-1857), debemos atenernos a lo positivamente dado, a los hechos inmediatos de la experiencia, y guardarnos de toda especulación metafísica. Sólo hay un conocimiento y un saber, el propio de las ciencias especiales, pero no un conocimiento y un saber filosófico-metafísico. Para el escepticismo religioso usamos las más veces la denominación de agnosticismo. Esta posición, fundada por Herbert Spencer (1820 a 1903), afirma la incognoscibilidad de lo absoluto. La que mejor podría conservarse sería la denominación de "escepticismo ético". Mas, por lo regular, nos encontramos aquí ante la teoría que vamos a conocer en seguida bajo el nombre de relativismo.

Por errado que el escepticismo sea, no se le puede negar cierta importancia para el desarrollo espiritual del individuo y de la humanidad. Es, en cierto modo, un fuego purificador de nuestro espíritu, que limpia éste de prejuicios y errores y le empuja a la continua comprobación de sus juicios. Quien haya vivido íntimamente el principio fáustico: "yo sé que no podemos saber nada", procederá con la mayor circunspección y cautela en sus indagaciones. En la historia de la filosofía el escepticismo se presenta como el antípoda del dogmatismo. Mientras éste llena a los pensadores e investigadores de una confianza tan bienaventurada como excesiva en la capacidad de la razón humana, aquél mantiene despierto el sentido de los problemas. El escepticismo hunde el taladrante aguijón de la duda en el pecho del filósofo, de suerte que éste no se aquieta en las soluciones dadas a los problemas, sino que se afana y lucha continuamente por nuevas y más hondas soluciones.

0 comentarios:

Publicar un comentario